miércoles, 24 de febrero de 2010

Salía de casa de una amiga y la lluvia me ha devuelto a la realidad. Me he puesto a correr para llegar rápido a mi casa, todo el trayecto era descubierto y mi abrigo se estropea con la lluvia. Pero un destello en un charco me ha hecho detenerme. Embobado, miro al cielo y veo una luna más resplandeciente que todas las farolas de las calles juntas. Una luna que era capaz de iluminar el alma de cualquiera.

Hiptonitazo, ajeno a la lluvia, al frio, al aire, al abrigo y a la futura gripe, me enciendo un cigarro. Me gustaría ver las estrellas, pero en Madrid no hay. Hubo un tiempo en el que salían, pero la gente está demasiado contaminada para sentarse a observarlas, y se sentían solas.

Pienso que soy una de esa clase de personas que en realidad no pertenece a ninguna clase. No me gustan las etiquetas ni los prejuicios. De alguna forma la luna me vacía,me hace sentir extraño, un poco menos consciente del mundo. La siento muy cerca, aunque esté a años luz.

Me termino el cigarro. "Si cuando llegue a casa sigue brillando igual, todo va a ir bien" pienso, haciendo un esfuerzo por concentrar toda la inocencia que los baches no han tocado. Y echo a correr.

Y en mitad del relámpago llegó el mal de altura

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